Por Dante Rusconi para Justicia Colectiva
I. Los hechos del caso comentado
El 26 de diciembre de 2017 la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó sentencia en los autos “Arregui” (sentencia completa aquí), aplicando el factor de atribución subjetivo en un caso de daños sufridos por un espectador de un recital gratuito realizado en un espacio público abierto. El accionante sufrió lesiones en su cara y en su cabeza producidas en medio de un tumulto generado por una pelea entre varias personas en el anfiteatro de la Costanera Sur de Buenos Aires, en un evento organizado por la asociación civil sin fines de lucro “Comunidad Homosexual Argentina” (CHA) en el marco de la campaña “Stop Sida”. El espectáculo había sido expresamente autorizado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
II. La sentencia de Cámara
Según la reseña que realiza la Procuradora General de la Nación en su dictamen, la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal (sentencia disponible aquí), había resuelto “que la organización no gubernamental es responsable por los daños sufridos por el actor en atención al incumplimiento de su deber de proveer seguridad a los asistentes. En este sentido, entendió que la prestación de ese servicio estaba a su cargo de acuerdo con los términos de la resolución 11/2005 de la Secretaría de Producción, Turismo y Desarrollo Sustentable del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por la que se la había autorizado a realizar la campaña en un predio público. Además, destacó que la Corte Suprema de la Nación en la causa “Mosca” (Fallos: 330:563, disponible aquí) había resuelto que el organizador de un espectáculo responde en forma objetiva por los hechos previsibles vinculados inmediatamente a su accionar”.
Asimismo, el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fue eximido de responsabilidad puesto que al momento del hecho carecía de fuerza de seguridad propia, por lo que la seguridad del evento era responsabilidad de la Policía Federal que no había sido avisada del evento por las autoridades. No obstante, la omisión de dar aviso a la fuerza de seguridad no fue considerada por el tribunal como causal suficiente para endilgarle responsabilidad por el hecho dañoso.
Contrariamente, el dictamen fiscal señala que existió una errónea valoración de los hechos y la prueba aportada en el expediente, en particular de los alcances del acto administrativo de autorización; a la vez, entendió que la obligación de seguridad en relación a las personas en un evento de esas características es una obligación primaria de la que el Estado no puede desentenderse, máxime tratándose de un evento en el cual se encontraban en juego la libertad de expresión y el derecho de reunión en relación a los cuales tiene la carga de facilitar su ejercicio (con cita de: “Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos”, OEA/Ser.L/V /II, documento 57, 31 de diciembre de 2009, párrs. 192 y 193”; TEDH, “Plattform ‘Arzte für das Leben’ vs. Austria”, sentencia del 21 de junio de 1988, párr. 34; “Balcik y otros vs. Turquía”, sentencia del 29 de noviembre de 2007, párrs. 47 y 49”; y “(Informe del Relator Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, A/HRC/20/27, 21 de mayo de 2012, párr. 31”). Finalmente, entendió inaplicable al caso la doctrina del precedente “Mosca” sobre el cual la Cámara de Apelaciones había condenado a la CHA, puntualizando que el evento “se trata de una manifestación colectiva del ejercicio de los derechos a la libertad de expresión, de reunión y de asociación. A su vez, aquí no hay una relación de consumo entre la asociación que lleva a cabo la campaña preventiva y los ciudadanos que participan de esa actividad” (ver dictamen completo aquí).
Vale aclarar que de los antecedentes del caso reseñados y de las sentencias, tanto de cámara como de la Corte Suprema, surge que la demanda no fue planteada con sustento en la Ley 24.240 de Defensa del Consumidor. Ello con la salvedad en relación a la remisión al precedente “Mosca”, que si bien tampoco fue resuelto específicamente en el marco del estatuto protectorio de consumidores y usuarios, sí se apoya en el deber de seguridad previsto en el artículo 42 de la Constitución Nacional para las relaciones de consumo.
III. La sentencia de la Corte Suprema
La Corte Suprema consideró que el acto administrativo de autorización del recital no había puesto en cabeza de la asociación organizadora el deber de seguridad en relación a las personas, el que sólo comprendía, según lo que interpretó de los alcances de la resolución, la preservación del espacio público utilizado (ver considerando 6° del fallo). Además, entendió que la doctrina del precedente “Mosca” no era de aplicación al caso, puesto que “(l)os hechos que dan lugar al reclamo de la actora en el presente, en cambio, no sucedieron en el marco de un espectáculo deportivo (pago) sino en un recital gratuito celebrado en un espacio abierto y público, con autorización del gobierno local y cuyo objeto era difundir una determinada consigna vinculada con la prevención del VIH-SIDA” (consid. 7°).
Si bien la Corte no se explaya sobre cuáles serían puntualmente las diferencias entre “Mosca” y el presente caso a las que considera de entidad suficiente para no aplicar aquél precedente, subyace de los considerandos del fallo y del dictamen fiscal, que lo dirimente consistió en la circunstancia de que el primero se trataba de un espectáculo deportivo pago, en el que, además, existía una norma específica que establece que las entidades o asociaciones participantes de un espectáculo deportivo, son solidariamente responsables de los daños y perjuicios que se generen en los estadios (art. 51 de la Ley 23.184 que establece el “Régimen Penal y Contravencional para la Prevención y Represión de la Violencia en Espectáculos Deportivos”, disponible aquí y una opinión sobre el sistema en relación con el derecho de admisión aquí), mientras que en este caso el acontecimiento, por los objetivos buscados con su realización (campaña de concientización sobre el VIH-SIDA) y la naturaleza de su organizador (asociación sin fines de lucro), no era asimilable a aquél.
IV. La cuestión de la libertad de expresión
La cuestión de la libertad de expresión y el derecho de reunión no fue motivo de tratamiento por el voto de la mayoría de la Corte Suprema puesto que no había sido invocada oportunamente por la asociación recurrente.
No obstante, el punto es analizado tanto en el dictamen fiscal como en los votos individuales de los jueces Maqueda y Lorenzetti, quienes consideraron que el evento calificaba como una reunión pública amparada por los derechos de libertad de expresión y de reunión tutelados por el artículo 14 de la Constitución Nacional y por los Tratados de Derechos Humanos receptados en el inciso 22 del artículo 75.
El enfoque del caso desde el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH) amplía las líneas argumentativas y brinda un interesante punto de vista que, a la vez, plantea un conflicto hermenéutico que finalmente no se presentó en el caso por las particularidades arriba señaladas.
No nos detendremos en ello aquí pero, de haberse encuadrado el caso en expresamente como una relación de consumo – en lo que sí nos detendremos a continuación – en la cual también confluye el DIDH, el asunto hubiese presentado interesantes aristas y también un importante nivel de dificultad para su resolución en razón del carácter y la entidad de los derechos en juego.
V. ¿Existía en el caso una relación de consumo?
De la síntesis efectuada surge que la demanda no fue presentada como un reclamo enmarcado en la Ley 24.240, norma que expresamente establece la responsabilidad objetiva y “solidaria” por daños producidos a consumidores o usuarios (art. 40). Ése encuadre fue descartado, sin analizarlo en profundidad, por la mayoría del Tribunal que, no obstante, coincidió en que la doctrina “Mosca” no era de aplicación en este supuesto.
En su voto individual, el juez Lorenzetti insinúa el análisis del punto, pero sólo se limita a señalar que “(e)n dicha sentencia, la Corte decidió que los daños causados a una persona durante el trascurso de un espectáculo deportivo pago, reglado por una ley especial y en el cual la entidad organizadora tenía control de ingreso al evento, comprometían en forma objetiva su responsabilidad. Los hechos que dan lugar al reclamo de la actora en el presente, en cambio, no sucedieron en, el marco de un espectáculo deportivo sino en un recital gratuito celebrado en un espacio abierto y público, con autorización del gobierno local y cuyo objeto era difundir una determinada consigna vinculada con la prevención del VIH-SIDA.” (consid. 7°, voto Lorenzetti).
Ante ello, nos preguntamos si en verdad no existía, o no podría haberse planteado por el actor, una relación de consumo que es caracterizada por la LDC como “el vínculo jurídico entre el proveedor y el consumidor o usuario” (art. 3, 2do párr.).
Claro está, la discusión más interesante pasa por la cuestión de si la ONG organizadora del recital, actividad esta que sin dudas puede encuadrarse dentro de la Ley 24.240 (y art. 1092 del CCCN), calificaba como “proveedor”. La LDC conceptualiza a los proveedores como toda “persona física o jurídica de naturaleza pública o privada, que desarrolla de manera profesional, aun ocasionalmente, actividades de producción, montaje, creación, construcción, transformación, importación, concesión de marca, distribución y comercialización de bienes y servicios, destinados a consumidores o usuarios” (art. 2).
Por otro lado, la gratuidad o no de la relación, señalada en el fallo glosado como un elemento de trascendencia, por el contrario, resulta intrascendente para configurar un vínculo comprendido por la Ley 24.240. En efecto, en su art. 1 describe al “consumidor a la persona física o jurídica que adquiere o utiliza, en forma gratuita u onerosa, bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social.” (similar redacción posee el art. 1092 del CCCN).
Entonces, se podría coincidir en que tanto la actividad (recital gratuito), como uno de los extremos subjetivos del vínculo jurídico (la persona que asiste a un recital), se encuentran alcanzados por el ámbito de aplicación de la Ley 24.240.
En lo que toca al sujeto obligado en el marco de un vínculo de consumo, el carácter de asociación sin fines de lucro tampoco obsta que la entidad organizadora pudiera calificar como “proveedor”. He sostenido que “(p)odría pensarse que las personas jurídicas, públicas o privadas, o los comerciantes, cuando desarrollan sus actividades desprovistas de ánimo lucrativo, se encuentran fuera del ámbito de aplicación de la LDC no obstante desarrollar alguna de las actividades del art. 2º. En este entendimiento, quedarían ajenos al Estatuto del Consumidor tanto las entidades privadas sin fines de lucro (asociaciones, cooperativas, mutuales, sindicatos, gremios, etc.), que orientan su actividad a la consecución de los más variados fines altruistas, así como el Estado y sus organismos, que actúan desprovistos de todo espíritu lucrativo, puesto que su objetivo primordial es (debe ser) la realización del interés público mediante la consecución del “bienestar general”. Este equivocado parecer obedece a la equiparación de las nociones de actuación profesional y ánimo lucrativo, y de esta última con la de obtención de ganancias o renta. Esos conceptos no son sinónimos y resulta imprescindible sólo el primero de ellos para definir al sujeto proveedor. La actuación profesional y la persecución de ganancias habitualmente caracterizarán, en simultáneo, la actividad de los proveedores privados. Empero, es sobre la noción de profesionalidad que se construye el concepto de proveedor y pueden darse casos de operaciones llevadas a cabo profesionalmente que no tengan una finalidad inmediata de rédito económico y, no obstante ello, quedar encuadradas dentro del ámbito de la LDC.” (Rusconi, Dante D., Manual de Derecho del Consumidor (coautor -director), 2da ed., Abeledo Perrot, 2015, p. 213).
Pues bien, en esa línea de pensamiento, el interrogante que restaría desentrañar es si la asociación demandada actuó profesionalmente al organizar el evento durante al cual el “consumidor-asistente” sufrió lo daños. En este punto cabe efectuar una precisión lo suficientemente estricta como para no perder de vista el foco del razonamiento. La LDC califica como proveedor a quien “desarrolla de manera profesional, aun ocasionalmente” algunas de las actividades indicadas, a título enunciativo, en el artículo 2.
Lo anterior equivale a decir que no resulta proveedor quien “es” un profesional de la actividad de que se trate, sino quien actúa en el caso como tal, aún cuando lo haga de manera ocasional. Caso contrario, debería afirmarse que sólo calificarían como proveedores quienes tengan algún tipo de título o matrícula o habilitación u objeto estatutario, etcétera, que permita afirmar que efectivamente se dedican con profesionalidad (lo que implica habitualidad) a la actividad en cuestión. En el caso concreto, ello exigiría que la organización demandada tuviera expresamente establecido dentro de su objeto estatutario la organización de espectáculos públicos o, más precisamente, la realización de recitales. E incluso podría pretenderse que tuviera cierta habitualidad en la realización de este tipo de actividades. Claramente, tales exigencias son ajenas al texto de la LDC y del CCCN, encontrándose vedado, además, arribar a ellas por vía hermenéutica, puesto que “(l)as normas que regulan las relaciones de consumo deben ser aplicadas e interpretadas conforme con el principio de protección del consumidor y el de acceso al consumo sustentable. En caso de duda sobre la interpretación de este Código o las leyes especiales, prevalece la más favorable al consumidor.” (art. 1094 CCCN). Y al mismo tiempo, el artículo 3 de la LDC aclara que en la interpretación de los “principios” que rigen las relaciones de consumo siempre “prevalecerá la más favorable al consumidor”.
No debe perderse de vista que el “principio de protección al consumidor” aparece ahora como un expreso paradigma tutelar en el Código Civil y Comercial de la Nación (art. 1094), precepto que si bien no regía a la época de los hechos del caso analizado, no ha hecho más que traducir la interpretación pretoriana y las pautas de la Ley 24.240 en el nuevo ordenamiento unificado del derecho privado.
Por lo tanto, concluimos afirmando que la solución del caso pudo ser otra de realizarse el encuadre aquí propuesto, siempre teniendo en miras que “(l)as interpretaciones restrictivas, además de contradecir el principio integrador del art. 3º, ley 24.240, chocan con las reglas hermenéuticas ya vistas, asentadas sobre la jerarquía constitucional y el orden público de la materia, de los que nacen el principio general de protección al consumidor. Estos valores guían el entendimiento hacia una visión sistémica e inclusiva, otorgándole indiscutible preeminencia al marco legal tutelar de consumidores y usuarios, el que será de aplicación a toda actividad profesional desarrollada en el mercado de consumo”. (Rusconi, Dante D., ob. cit., p. 214).